Hasta hace unos meses tuve la oportunidad de vivir frente al Malecón de La Habana, en la residencia estudiantil de F y 3ra. Todas las mañanas salía al balcón y me extasiaba observando la gran sábana azul que se tendía frente a mis ojos. Cuando me aburría tomaba el primer libro que tuviera a mano, un pomito con refresco y bajaba las escaleras a todo correr para que no fueran a usurpar el pedacito de muro que consideraba mío.
No fueron pocas las veces que junto a mis amigas nos reímos de todo y de todos mientras esperábamos la hora de la comida, o nos consolábamos las unas a las otras si de mal de amores o tormentas familiares se trabataba. No faltó el pescador que interrumpiera nuestras terapias grupales con un "pueden correrse un poco", y había que hacerlo o tu ojo, una punta de la oreja o cualquier otro cacho de piel podía convertirse en carnada tras la embestida de los anzuelos. Si intentabas regresar al tema en cuestión llegaban entonces las señoras de las flores de cristal y los peluches dispuestas a incrustarte la mercancía en el rostro, o el dúo de trovadores al que con mucha lástima había que despedir, pues en nuestro limitado presupuesto no cabía este tipo de partida.
Como las mías hay miles de historias que desde 1901 forman parte de los bloques, pilotes, tablestacas y arquitabres de hormigón armado que componen el Malecón. A esta mezcla de risas, romance, lágrimas, música, juegos, alcohol y concreto desnudo, se une otro componente triste y desagradable: la suciedad, generada en su mayoría por nosotros mismos, bohemios maleconeros y contaminadores. Siempre hay un grupo de jóvenes que, jabita en mano, intentamos disminuir el daño y echar en sacos los desperdicios de otros, o algún que otro proyecto ambientalista, pero no es suficiente; despejar el muro, la avenida y los arrecifes de pestilencias y vistas repugnates ha de ser una voluntad de todos. No esperemos a que "un delfín devuelva de rebote nuestras latas", o que "Acualina" ponga a trabajar horas extras a sus microorganismos marinos desintegrando basura. No convirtamos un símbolo arquitectónico de la ciudad, motivo de orgullo para los habaneros y para los cubanos que lo han visitado, en una vergüenza.
De regreso a la espiritualidad...
Desde ese lugar observé hermosísimas puestas del sol y una de ellas, la del 20 de septiembre de 2012 exactamente, me inspiró a escribir este poema que hoy les regalo, junto a la foto que tomé con mi celular.
Ocaso
Testigo somos de un suicidio por amor
El cielo pintado de carmín
y la víctima en un mar de lágrimas ahogado
Tan sublime e imposible aquel amor
que imposible fue dejar de presenciarlo
el crimen que un Romeo de acuarelas
creyó justo en tus ojos dibujarlo
Julieta no entendió por qué aquel día
nos reímos de su suerte desdichada
Volteó el rostro absorto en su dolor
y apagó el cielo con el alma acongojada