jueves, 22 de diciembre de 2016

Las esencias de un héroe sin medallas




¡Cómo debe haber llorado Evelia el día que supo de la muerte de Manolito! No solo por la pérdida del hijo amado que es el dolor más grande que cualquier madre puede sufrir, sino porque su niño de 16 años no hizo nada malo para merecer semejante final. 

Manolo tenía el pelo negro y una mirada seria. Le gustaban las fiestas y las bromas. A juzgar por su apariencia debe haber tenido suerte en eso de romper corazones adolescentes, pero el odio ajeno sesgó cualquier posibilidad de conquista, y convirtió su cuerpo en un saco tullido, lleno de agujeros, colgado de un árbol en Limones Cantero. 

Las vacaciones de 1961 fueron las últimas del muchacho; las pasó en Varadero, pero no en un hotel, ni buscando “el sol en la playa”. Manolito prefirió prepararse junto a otros jóvenes para ir a alfabetizar. 

El inexperimentado educador llegó hasta Trinidad. Sabía que no caminaría sobre adoquines pues tenía reservado kilómetros de monte y una cama en casa de Colina y Joseíto, guajiros de la zona. Por ese entonces le escribió a sus padres: “Mami, dile a papi que, cuando venga, si puede me traiga un cake helado, pues los campesinos de aquí, nunca lo han comido, y el otro día dijeron que tenían ganas de comer dulces...” Según Evelia el cake llegó entero pero Manolito no quiso comerlo “yo lo comeré cuando regrese a La Habana”, le comentó su pequeño.
 
Tiempo después Manolito cambió su ubicación con una muchacha alfabetizadora que habían enviado a la finca Palmarito, en un lugar más alejado y de difícil acceso.  Allí conoció a Mariana de la Viña y a Pedro Lantigua, tomó café del bueno, del de la tierra, como seguro no lo había tomado en Luyanó; montó caballo, cazó jutías y las comió por primera vez. Allí se hizo maestro, de los que con paciencia empiezan por las vocales hasta que los alumnos puedan al fin escribir sus nombres.  

El resto de la historia la conocemos -¡yo soy el maestro!- dijo Manuel a los bandidos, horas después se convertiría en un mártir. A su lado, en la horca, estuvo Pedro; y en casa, Mariana era puro llanto. 

Julio Emilio Carretero y su banda troncharon la vida de Manuel. Le mutilaron los sueños envidiosos de su lozanía. Creyeron que con callar esa voz los campesinos seguirían ignorantes, incapaces de comprender y menos apoyar la obra imparable de una revolución que, en poco tiempo, había removido de raíz la podredumbre de un sistema desigual, para sembrar uno más humano. 

Manolito era un chico alegre, y un héroe sin medallas. Mejor así, para que la inocencia y la grandeza de su espíritu, profundamente martiano, no se entumezca en un pedestal. El reto es lograr que las generaciones más jóvenes de cubanos aprendan de él, en lugar de observarlo a distancia desde un libro de texto. Para ello los maestros de hoy son los primeros que deben “sentir” y no “repetir” a grosso modo discursos vacíos de nuestro ayer. Deben buscar las “esencias”, que como dijeran los pequeños sabios de la Colmenita en su obra Abracadabra, son “el relleno de la silueta que vemos en todas las cosas”.

Los dogmas y los formalismos en la pedagogía mellan los resultados. En Cuba, a veces por vagancia, por ineptitud e incluso por descreimiento, las malas prácticas en la enseñanza de la historia limitan las libertades creativas tanto de profesores como de alumnos. Así nos llega un pasado distante, un mundo paralelo campanudo que no nos importa salvo para aprobar un examen. Ya lo cantó Silvio Rodríguez  “El tiempo está a favor de los pequeños, de los desnudos, de los olvidados, el tiempo está a favor de buenos sueños y se pronuncia a golpes apurados”

No tenemos ese tiempo para perder o perderemos nuestra historia, o nos perderemos nosotros como Patria. Entonces Manolito dejará de ser el niño con alma y conciencia de gigante para convertirse en el muchacho loco e inocente que fue para el monte obligado. Dado el caso, y salvando las distancias, seremos criminales como los bandidos del Escambray.