¡Cómo
debe haber llorado Evelia el día que supo de la muerte de Manolito! No solo por
la pérdida del hijo amado que es el dolor más grande que cualquier madre puede
sufrir, sino porque su niño de 16 años no hizo nada malo para merecer semejante
final.
Manolo
tenía el pelo negro y una mirada seria. Le gustaban las fiestas y las bromas. A
juzgar por su apariencia debe haber tenido suerte en eso de romper corazones
adolescentes, pero el odio ajeno sesgó cualquier posibilidad de conquista, y
convirtió su cuerpo en un saco tullido, lleno de agujeros, colgado de un árbol
en Limones Cantero.
Las
vacaciones de 1961 fueron las últimas del muchacho; las pasó en Varadero, pero
no en un hotel, ni buscando “el sol en la playa”. Manolito prefirió prepararse
junto a otros jóvenes para ir a alfabetizar.
El inexperimentado
educador llegó hasta Trinidad. Sabía que no caminaría sobre adoquines pues
tenía reservado kilómetros de monte y una cama en casa de Colina y Joseíto,
guajiros de la zona. Por ese entonces le escribió a sus padres: “Mami, dile a
papi que, cuando venga, si puede me traiga un cake helado, pues los campesinos
de aquí, nunca lo han comido, y el otro día dijeron que tenían ganas de comer
dulces...” Según Evelia el cake llegó entero pero Manolito no quiso comerlo “yo
lo comeré cuando regrese a La Habana”, le comentó su pequeño.
Tiempo
después Manolito cambió su ubicación con una muchacha alfabetizadora que habían
enviado a la finca Palmarito, en un lugar más alejado y de difícil acceso. Allí conoció a Mariana de la Viña y a Pedro
Lantigua, tomó café del bueno, del de la tierra, como seguro no lo había tomado
en Luyanó; montó caballo, cazó jutías y las comió por primera vez. Allí se hizo
maestro, de los que con paciencia empiezan por las vocales hasta que los
alumnos puedan al fin escribir sus nombres.
El
resto de la historia la conocemos -¡yo soy el maestro!- dijo Manuel a los
bandidos, horas después se convertiría en un mártir. A su lado, en la horca,
estuvo Pedro; y en casa, Mariana era puro llanto.
Julio
Emilio Carretero y su banda troncharon la vida de Manuel. Le mutilaron los
sueños envidiosos de su lozanía. Creyeron que con callar esa voz los campesinos
seguirían ignorantes, incapaces de comprender y menos apoyar la obra imparable
de una revolución que, en poco tiempo, había removido de raíz la podredumbre de
un sistema desigual, para sembrar uno más humano.
Manolito
era un chico alegre, y un héroe sin medallas. Mejor así, para que la inocencia
y la grandeza de su espíritu, profundamente martiano, no se entumezca en un
pedestal. El reto es lograr que las generaciones más jóvenes de cubanos
aprendan de él, en lugar de observarlo a distancia desde un libro de texto.
Para ello los maestros de hoy son los primeros que deben “sentir” y no “repetir”
a grosso modo discursos vacíos de nuestro ayer. Deben buscar las “esencias”,
que como dijeran los pequeños sabios de la Colmenita en su obra Abracadabra, son “el relleno de la
silueta que vemos en todas las cosas”.
Los
dogmas y los formalismos en la pedagogía mellan los resultados. En Cuba, a
veces por vagancia, por ineptitud e incluso por descreimiento, las malas
prácticas en la enseñanza de la historia limitan las libertades creativas tanto
de profesores como de alumnos. Así nos llega un pasado distante, un mundo
paralelo campanudo que no nos importa salvo para aprobar un examen. Ya lo cantó
Silvio Rodríguez “El tiempo está a favor
de los pequeños, de los desnudos, de los olvidados, el tiempo está a favor de
buenos sueños y se pronuncia a golpes apurados”
No
tenemos ese tiempo para perder o perderemos nuestra historia, o nos perderemos
nosotros como Patria. Entonces Manolito dejará de ser el niño con alma y
conciencia de gigante para convertirse en el muchacho loco e inocente que fue
para el monte obligado. Dado el caso, y salvando las distancias, seremos criminales
como los bandidos del Escambray.
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